miércoles, 27 de abril de 2011

LA COMUNA DEL JUEVES

la columna

Los viajeros

ES posible que les resulte extravagante pero para mí, con seis o siete años, fue casi una aventura descubrir a mi primer turista. Y ocurrió porque mi padre fue a parar, por razones del oficio, a un pequeño barrio pescador de Málaga, con casitas blancas y calmadas calas sobre un mar limpio y azul que, luego, tendría municipio propio y que, sin saberse muy bien por qué, se empezó a llenar de curiosos visitantes que paseaban indolentes y con algo de glamour neorrealista por sus calles. Sobre todo por una, la de San Miguel que iba adquiriendo con ellos, cada día y cada noche, un aire cosmopolita y europeo y que para mí, criado en ultramar, hacía de aquel lugar una especie de paraíso extraño y seductor.

Para otros, por el contrario, aquel rincón de pescadores, casitas blancas y aguas limpias, no era exactamente un paraíso, sino más bien la oportunidad de un buen negocio que exigía como condición, ir echando, poco a poco, a los pescadores, derribar sus casas blancas y construir sobre ellas bloques de apartamentos que acabaron por ocultar el mar y sus paisajes y alejar a aquellos primerizos y atrevidos viajeros.

Sus calles, al fin, acabaron también por dejar de parecer un paraíso y convertirse en un horror de ruido, incomodidad y mal gusto que a algunos, curiosamente, les gustaba e incluso les sigue gustando ahora. Quien crea el negocio, crea el cliente, solía decirse entonces.

Fue un buen negocio, aunque el precio fue destruir aquel lugar, su memoria y su futuro: ya siempre sería otra cosa, aunque poca gente se quejara de ello. Los que querían hacerlo, se habían ido y los que se quedaron aún siguen en el negocio del turismo que, según los últimos datos de los que disponemos, supone el 11% del PIB de este país.

En Granada parece que también hay un negocio parecido y que, como ocurrió en aquel pueblo tranquilo, nadie está dispuesto a ordenar el expolio de una ciudad que cada vez se vuelve más incómoda, más sucia y más ajena a aquella ciudad hermosa que ya nadie recuerda y que cada vez parece más un escaparate triste y deslucido; un cascarón vacío donde tampoco nadie va a poner coto al saqueo que va llevándose con prisas el patrimonio de vida de nuestros barrios históricos. Porque cada día, una calle o una plaza o un rincón o una sombra de un plátano deja de ser nuestra, como no son nuestras ya las gentes ni las casas que antes fueron de vecinos y que hoy son apartamentos donde pasar alguna noche

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