domingo, 10 de abril de 2011

LA COLUMNA DEL JUEVES


la columna

Peones camineros


EN la inenarrable aventura ultramarina que fue mi infancia, mi madre que se había dejado caer por el norte de África desde las profundas tierras castellanas sin que, al parecer, le hubiese afectado demasiado el cambio al exótico paisaje y seguía prefiriendo las judías del Barco al cus-cus, mantenía una clasificación establecida de la escalada hacia el despropósito que, con asiduidad, solíamos practicar mi hermano y yo. Podíamos, según sus sólidos valores y siguiendo una baremación ascendente, tener ideas de Cascorro, cosas de bombero o, ya en el top de la lista, hacer cosas de peón caminero y, durante todos aquellos inolvidables años, tanto mi hermano como yo, fuimos plenamente conscientes de nuestra ubicación en cada caso y ante cada uno de nuestros actos cotidianos, aun sin tener muy claro qué barbaridades había hecho el buen Cascorro a pesar de sernos muy familiar su figura, incluida la lata, por las visitas que hacíamos al rastro de Madrid cada vez que, en vacaciones volvíamos a España a visitar a la familia. Tampoco, aparte de la exagerada costumbre de romper puertas a hachazos, sabíamos muy bien qué tenían de malas las cosas de los bomberos y, mucho menos, las de los peones camineros. La verdad es que el tiempo me hizo olvidar la historia hasta que hace poco y ante una propuesta un tanto estrafalaria por mi parte, volvió a insistir con contundencia mesetaria: -hijo mío, tienes cosas de peón caminero-.

Puesto a escarbar en el asunto y consultando a unos y a otros, acabé por deducir que estos buenos personajes de la España autárquica, tenían por costumbre reconocida, suplir con imaginación, por no decir con improvisación, las deficiencias tecnológicas y la falta de materiales necesarios para arreglar los desperfectos que en los caminos se iban produciendo y así, con unas cuantas chapuzas y remiendos, ir tirando con los baches y derrumbes de unas comunicaciones que aportaban su granito de arena a un desarrollo que nunca dejó de tener como seña de identidad un I+D que, traducido, venía a ser Improvisación y Desconcierto.

Ahora que el tiempo ya ha pasado y que aquellos difíciles años están lejos, se percibe sin embargo, que la impronta caminera ha quedado fijada a nuestros genes como una factor preciso y determinante de nuestro know-how, como una especie de educación sentimental imprescindible que se traduce en cada uno de nuestros actos como país, sobre todo, en lo que a los políticos se refiere. Cuando miro, por ejemplo, las actuaciones del último gobierno en materia económica y social que tan alta factura le han pasado al presidente, no dejo de pensar, con afecto, en los peones camineros.

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