viernes, 28 de febrero de 2014

A quien corresponda

JUAN CAÑAVATE | ACTUALIZADO 28.02.2014 - 01:00

COMO la lluvia incesante y pegajosa de este invierno eterno, que se hace gota a gota sin descanso y con esa humedad de alcantarilla que desnuda olor a moho y memoria triste de zapatos mojados y calcetines fríos y yemas arrugadas, como todo eso y algo más, vienen a ser estas mentiras tristes que nos levantan y nos acuestan cada día desde hace ya unos años. Mentiras que se meten entre las sábanas y que nos acosan como si solo fuéramos lo que somos; víctimas indefensas de tantos mentirosos.

Mentiras que se sienten, que se oyen, que se huelen y se ven, que raspan las palmas de las manos y se arrugan, de colores planos y matices fríos. Mentiras que lo llenan todo y que se extienden por las plazas y por las avenidas, que entran en las cafeterías y en los despachos y que apoyan sus gastados codos en las barras de los bares a cualquier hora de estos amargos días de mentiras de papel y de primeras páginas o de segundas o de cabeceras de telediarios o de diales analógicos que se repiten con la misma insistencia que la lluvia en este invierno eterno que, poco a poco, nos va robando las pocas sonrisas que guardamos en otros tiempos por si acaso.

Mentiras de laureles y academia o que se esconden en el anonimato de la sala de un cine, o en un concierto o, quién sabe, en el aula repleta de una facultad o en la redacción polvorienta de un periódico rancio como sus propias mentiras. Mentiras que llegan a los labios y vuelan por los oídos porque se escriben con la mueca del rencor desdibujando el rostro, con cuatro dedos sobre el teclado qwerty de un triste instrumento de escribir mentiras, o con dos dedos nerviosos y un bolígrafo sobre un cuaderno de hojas que nunca serán blancas del todo y que siempre tendrán el sucio color de la mentira.

Mentiras de toga y de birrete, buscando víctimas y mentiras que se escapan de los análisis políticos y de las encuestas; con sus gloriosos mentirosos al frente y sus voluntariosos y meritorios cómplices, que son legión, compitiendo por ver quién miente más o quien disfraza peor las mentiras, porque ya ni tan siquiera hay que hacer aquel esfuerzo de antaño de disimular, que ahora, en estos tiempos húmedos, el cinismo también cotiza al alza y la vergüenza no da de comer y en la calle hace frío y el viento sopla por donde sopla y ya habrá tiempo de cambiar el rumbo en su momento si sopla de otro lado, que en la calle hace mucho frío y la verdad, ya se sabe, que es la primera víctima de todas las guerras y tiene la mala costumbre de intentar joderte un buen titular

lunes, 17 de febrero de 2014

SEFARAD

                              Sefarad


A pesar de los disgustos a los que nos tiene acostumbrados el gobierno todos los viernes, hay que reconocer que la noticia de que va a facilitar la recuperación de la nacionalidad española a los herederos de los judíos expulsados de nuestra tierra, de su tierra, a finales del siglo XV, es algo que nos devuelve la sonrisa y es que los países que transitan a lo largo de su historia sin reparar sus desgarros, acaban, irremediablemente, por sentirse avergonzados, un poco tristes y hasta algo miserables.
Los judíos que vivían en nuestros reinos y que partieron a un exilio casi eterno, se referían a nuestra tierra con el evocador nombre de Sefarad y, con una fidelidad que deja traslucir el afecto por su vieja tierra, han seguido manteniendo hasta ahora el nombre de sefardíes, frente a los judíos "asquenazí" centro europeos, de los que les distancia, además del origen español, particularidades étnicas, culturales y hasta lingüísticas, ya que incluso en lugar del yidish, lengua casi oficial de los asquenazí y de los ultraotodoxos jaredím, muchos sefadíes han mantenido el uso del ladino, una lengua casi fósil que rememora al castellano medieval o el haketía, una hermosa mezcla que aún perdura del árabe dialectal y del castellano. Expulsados de aquí se fueron repartiendo por el Mediterráneo de donde nunca se habían ido, sobre todo en el actual Marruecos, integrados, aunque mantuviesen sus juderías o formando incluso pueblos propios, y mirando siempre de cerca a su querida tierra perdida.

Los judíos en Sefarad eran, en cualquiera de los reinos peninsulares medievales, minorías que, en general y salvo situaciones esporádicas, vivían integrados en comunidades habituadas a una gran diversidad étnica que iba más allá de la simple y muy racista imagen, generada por el revisionismo histórico, de reinos habitados por "moros" o "cristianos". En el Reino de Granada, por ejemplo, convivían,  además de judíos y cristianos rumís, clanes árabes y beréberes que no sólo eran originarios de territorios separados por miles de kilómetros, sino que incluso mantenían importantes distancias en sus costumbres y hasta en su lengua, hablando unos en amasigh, lengua beréber, y otros en distintas formas del árabe. Gran parte de la belleza y hermosura de la Granada medieval residía en una rica diversidad que, al parecer, se convirtió en algo insoportable para los castellanos, catalanes y aragoneses que llegaron a imponer su nuevo orden desde el norte y, por eso, expulsaron primero a los judíos y después al resto de granadinos. Justa es, ya digo, la reparación de tal bellaquería, pero más justo será que se extendiese la medida, no sólo a la minoría sefardí, sino a los descendientes de todos los que fueron expulsados, judíos o moros, porque si no, más que generosa reparación, suena a complicidad miserable con el Estado de Israel, un Estado que tiene el mismo amor a los derechos humanos que quienes en otros tiempos les persiguieron y expulsaron. 


                                                      Juan Cañavate