Sefarad
A pesar de los disgustos a los
que nos tiene acostumbrados el gobierno todos los viernes, hay que reconocer
que la noticia de que va a facilitar la recuperación de la nacionalidad
española a los herederos de los judíos expulsados de nuestra tierra, de su
tierra, a finales del siglo XV, es algo que nos devuelve la sonrisa y es que
los países que transitan a lo largo de su historia sin reparar sus desgarros,
acaban, irremediablemente, por sentirse avergonzados, un poco tristes y hasta
algo miserables.
Los judíos que vivían en nuestros
reinos y que partieron a un exilio casi eterno, se referían a nuestra tierra
con el evocador nombre de Sefarad y, con una fidelidad que deja traslucir el
afecto por su vieja tierra, han seguido manteniendo hasta ahora el nombre de
sefardíes, frente a los judíos "asquenazí" centro europeos, de los que les distancia, además del origen español, particularidades étnicas, culturales y hasta lingüísticas, ya que incluso en lugar del yidish, lengua casi oficial de los asquenazí y de los ultraotodoxos jaredím, muchos
sefadíes han mantenido el uso del ladino, una lengua casi fósil que rememora al
castellano medieval o el haketía, una hermosa mezcla que aún perdura del árabe
dialectal y del castellano. Expulsados
de aquí se fueron repartiendo por el Mediterráneo de donde nunca se habían ido,
sobre todo en el actual Marruecos, integrados, aunque mantuviesen sus juderías
o formando incluso pueblos propios, y mirando siempre de cerca a su querida
tierra perdida.
Los judíos en Sefarad eran, en
cualquiera de los reinos peninsulares medievales, minorías que, en general y
salvo situaciones esporádicas, vivían integrados en comunidades habituadas a
una gran diversidad étnica que iba más allá de la simple y muy racista imagen,
generada por el revisionismo histórico, de reinos habitados por
"moros" o "cristianos". En el Reino de Granada, por
ejemplo, convivían, además de judíos y
cristianos rumís, clanes árabes y beréberes que no sólo eran originarios de
territorios separados por miles de kilómetros, sino que incluso mantenían
importantes distancias en sus costumbres y hasta en su lengua, hablando unos en
amasigh, lengua beréber, y otros en distintas formas del árabe. Gran parte de
la belleza y hermosura de la Granada medieval residía en una rica diversidad
que, al parecer, se convirtió en algo insoportable para los castellanos,
catalanes y aragoneses que llegaron a imponer su nuevo orden desde el norte y,
por eso, expulsaron primero a los judíos y después al resto de granadinos.
Justa es, ya digo, la reparación de tal bellaquería, pero más justo será que se
extendiese la medida, no sólo a la minoría sefardí, sino a los descendientes de
todos los que fueron expulsados, judíos o moros, porque si no, más que generosa
reparación, suena a complicidad miserable con el Estado de Israel, un Estado
que tiene el mismo amor a los derechos humanos que quienes en otros tiempos les
persiguieron y expulsaron.
Juan Cañavate
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