viernes, 24 de octubre de 2014

Pedro Garciarias

JUAN CAÑAVATE 
LAS ciudades sin arte sobreviven en un verano eterno; duermen en el calor de agosto y se encierran en la penumbra tras las celosías, arrastrando, aun sin querer, una dudosa reputación de tedio, racanería y maledicencia que solo combaten con una enfermiza melancolía. Por eso a las ciudades les viene bien el arte y llenar sus calles y sus gentes de historias de lienzo o de papel de las que cuentan los artistas. Historias que, como los primeros fríos, limpian el sudor pegajoso de las plazas calladas y despiertan de nuevo los matices vivos del color de otoño que no son más que recuerdos de otros otoños, hasta que caemos en la cuenta de que no fue sino en uno o en muchos cuadros, donde alguien fue pintando cada una de las estaciones de nuestra memoria. Y descubrimos de pronto que hay cielos porque los pintó Tiziano o bosques porque los soñó Geinsborough o paisajes de tormenta porque a Turner se le ocurrió que debía haberlos. Como sabemos que existen los azules porque Ives Klein pintó de azul una esfera a la que llamó tierra o los rojos vibrantes porque Van Gogh dejó caer un cobertor sobre la cama en su habitación de Arlés. Decir que el arte reinventa la realidad es un lugar común, pero se queda corto; el arte crea la realidad, aunque los críticos de arte tuvieron que llegar al expresionismo abstracto para darse cuenta de algo que los artistas, como Munch, llevaban tiempo gritando desde la soledad de un lienzo. 

Por eso me gustan tanto los expresionistas, porque son como ejemplos ilustrados en una clase de teoría del arte en la que se ha llegado al último capítulo del primer tomo y, por eso me gustan tanto los expresionistas abstractos como Rothko y Motherwell y Pollock y Guerrero, el granadino del club de la Betty Parson Gallery de Nueva York que encandilaba a los críticos de la gran manzana con su manejo del color y que hace unos días inauguraba una exposición con el gris oficial que la trementina de lo cotidiano diluye en apenas unos días devolviéndole su luz original. 

Y es que en un cuadro puede haber muchas cosas; flores, pájaros, batallas y hasta señoras desnudas, puede haber también formas inconcretas, sin referencias a nada, y hasta puntos y líneas sobre un plano, pero sobre todo hay color que es lo que le da la vida. Sin color no hay vida y por eso Picasso pinto el Guernika, un cuadro de muerte, sin color, y esta historia no me la he inventado yo. 

Y hablando de color, hace unos días, en la sala Zaida, inauguró una exposición un artista, Pedro Garciarias, que lleva regalándonos sus obras desde hace ya bastantes años en Granada. Tantos como para dedicar este trabajo a una de las primeras galerías de la ciudad comprometidas con el arte contemporáneo, allá por el final de los setenta; Laguada y a su director, ya fallecido, Frasco Morales. Galería en la que por cierto, siendo estudiante, tuve el inmenso y emocionante placer, de conocer a José Guerrero hace ya bastantes años. 

Y quizás porque de vez en cuando conviene hacer memoria, Garciarias ha colgado una colección, inspirada en otra que allí colgó por los ochenta, y que recrea el paisaje de la Alpujarra como una especie de excusa para hacer un recorrido vital a través del lenguaje del color. Viaja, reflexivo y sistemático, desde unos tonos llenos de fuerza expresiva, vibrantes y sonoros, casi gritos de color, hasta un discurso tranquilo y sereno, casi Zen, de frases cromáticas, casi arpegios, seductoras y convincentes. Recorre paisajes que nacen en la más auténtica tradición abstracta, pero que no se ha detenido en la complacencia ensimismada de un informalismo que hoy no tendría ningún sentido y, al contrario de otros que bebieron en las mismas fuentes, ha sacado su mirada a pasear entre colinas, atardeceres, bóvedas marinas, agua y nieve… para aprender que el mundo sigue andando. 

Y es que si les he hablado antes del otoño quizás debieran contemplar los colores con los que Garciarias lo ha creado para saber realmente lo que significa y si no les he hablado del amarillo antes, es porque no podría después de contemplar algunos de sus cuadros.

Cuarto real

Llevo un buen rato dando vueltas sobre  entrar o no  al trapo de la noticia que hoy publica el diario Ideal de Granada, del grupo Vocento, es decir el mismo grupo que el ABC, sobre la propuesta del ayuntamiento de Granada para arreglar los jardines del Cuarto Real de Santo Domingo, espacio, por si alguno no lo sabe, declarado Bien de Interés Cultural.

La noticia en distintas páginas viene a decir que la junta de Andalucía ha tardado más de un año en dar un permiso para arreglar y unos listones de madera y alguna cosilla más.




Esos jardines son el resultado de un proyecto ganador de un concurso que, convocado por el equipo municipal anterior a la llegada del Sr. Torres Hurtado del PP al gobierno municipal, ganó un equipo de arquitectos formado por  Eduardo Jiménez Artacho y Yolanda Brasso

El proyecto denostado ampliamente por el actual equipo del PP y calificado despectivamente como "jardín japonés" ajeno a las tradiciones granadinas, está justamente considerado por profesionales ajenos a ese concepto tradicionalista y provinciano de la arquitectura, como una pieza de especial relevancia en la ciudad.

Desgraciadamente no era del gusto del alcalde y de su equipo, demasiado moderno para sus votantes y, nada más ganar las elecciones, el espacio mereció el más absoluto de los abandonos por orden expresa de los concejales del ramo que, en la medida en que pudieron, echaron una mano en su deterioro.

Pasados algunos años, el "jardín japonés" hizo evidente los signos de ese abandonó, lo que permitió
que el ayuntamiento pudiese actuar ya en él con un proyecto destinado a su "arreglo y mantenimiento", a cambiar las luces, como dice la noticia de Vocento.

El proyecto del nuevo equipo pasaba por, simplemente, destruir el proyecto original sustituyendo maderas, metales, cesped, agua, ...por suelos de hormigón y tierra y modificando el mobiliario urbano del parque-jardín por farolas tradicionales gusto PP.

La delegación de cultura recordó al ayuntamiento que el jardín era un BIC por lo que el proyecto debía contar con el acuerdo de la Comisión de Patrimonio Histórico.
Y el ayuntamiento tardó meses y meses y meses en elaborar una propuesta que no existía y que respetase el proyecto original de Ferrater, Artacho  y Brassa.

Finalmente el proyecto se aprobó, pero Vocento, el Ideal, tenía como siempre que dar su versión de la noticia y echarle una mano , y perdonen la redundancia, a esa mano que

tanto le da de comer.

viernes, 10 de octubre de 2014

RISAS

Risas

JUAN CAÑAVATE | ACTUALIZADO 10.10.2014 - 01:00
RECONOZCO que ahora me cuesta un poco más reírme, y no es exactamente que no pueda, sino solo que me cuesta más y que no me suele asaltar la risa con la facilidad con que lo hacía antes, que en cualquier momento se me venía encima con el descaro franco y familiar de quien sabe que será mil veces bienvenido. Ahora me rio un poco menos y como crecí convencido de sus virtudes terapéuticas, ya saben; "...me río porque la risa es salud, lanza de mi poderío, coraza de mi virtud,...", he decidido visitar a mi siquiatra de cabecera que, por cierto, sigue sin dejarme utilizar el famoso diván desde que le conté que por las noches duermo mal. Me ha dicho que por muy preocupante que sea el asunto de la risa, no sólo me ocurre a mí, que tampoco ella se ríe demasiado en estos últimos tiempos y que, en realidad, es una extraña epidemia que se ha extendido por la ciudad de una forma un tanto caprichosa; hay quienes incluso se ríen más que antes, a pesar de que haya muchos que, como yo, riamos bastante menos. Hasta la fecha, dice, no sólo no hay ningún virus identificado como responsable del asunto, sino que tampoco hay tratamiento que no haya ido más allá de algún experimento chapucero de dudosa eficacia. Simplemente es así; la gente cada día se ríe menos. 

Dice también que, consultado el problema con colegas de otras ciudades cercanas y lejanas y, al margen de constatar que viene a ser un fenómeno extendido, sólo han encontrado una teoría explicativa más o menos coherente del investigador ruso-argentino de la Universidad de Tel Aviv, Shlomo Zimmerman. 

A este sicosociólogo le llamó la atención que, durante los últimos bombardeos de Gaza, cuanto menos se reían los palestinos, más se reían los israelíes, y tras esta lúcida observación, que como todos ustedes saben, es la primera fase de un proceso científico, se dedicó a repetir el experimento manteniendo o variando ligeramente las condiciones en las que lo desarrollaba, confirmando que la risa, en general, también tiene su karma y que cuanto más jodidos van unos, más se ríen otros. 

En situaciones normales este desequilibrio suele pasar más o menos desapercibido, pero cuando alguien abusa se nota, y mucho. 

En España el abuso es tan grande que una insultante y poco disimulada carcajada  nos está dejando sin risa a los demás. Lo único que nos puede salvar es que la carcajada es de fácil localización. Se ríen hasta el descojone, por ejemplo, los de Bankia y Caja Madrid con las tarjetas, se ríen los negociantes de la sanidad privada frente al ébola y los de las eléctricas frente a las facturas, los miembros del gobierno y muchos más ríen y ríen y, por eso, los demás cada vez reímos menos.