viernes, 21 de noviembre de 2014

LA COLUMNA

Cuadros de una exposición

JUAN CAÑAVATE | 

COMO un capítulo más de la historia de esa transición tan denostada hoy, y allá por los ochenta, cuando parecía que todo iba a ser eterno y que no había retorno, comenzó en este país una historia de amor correspondida entre el arte y el poder que, según cuentan algunos, empieza a dar signos evidentes de que las cosas ya no van bien.

Eran aquellos años de abundancia para todos y artistas, galeristas, comisarios, críticos, directores de reinas y de reinos y políticos de la cosa, sellaron un buen acuerdo, que consistía, más o menos, en que los artistas criticaban al gobierno, no demasiado, claro y sin maldad ninguna, y los gobiernos pagaban y los demás aplaudían y tomaban canapés de salmón que, por supuesto, también pagaban los gobiernos. Y tan ardiente fue la cosa y tanto se arrobaron unos en los otros, que, ofuscados, fueron olvidándose del público, simple figurante de algunas inauguraciones que necesitaban bulto, y hasta por olvidarse, se olvidaron de artistas importantes que no entraron al trapo de aquel amor loco, quizás porque aún intentaban pintar cuadros y no hacer instalaciones imposibles de vídeos y ruidillos que tan de moda estaban entre los neoconceptuales de la época, altivos y algo estupidillos, que acabaron por quedarse solos


en medio de la fiesta.

Con la crisis, parece que la barca del amor se ha roto, por fin, contra el oleaje de la vida cotidiana y, cercados en su soledad, unos intentan volver a los jardines de sus paraísos perdidos y otros pedir perdón, sin dimitir, claro, por sus olvidos del pasado. Y no se si vendrá a cuento, pero qué maravillosa la exposición de Carmen Laffón en el CAAC de Sevilla.

Y divagaba yo por estos andurriales inconclusos porque hace unos días me acerqué a ver, casi en soledad, la magnífica exposición que ha montado la Universidad de Granada en la Madraza y, aunque he de reconocer que la obra expuesta me llenó de un placer que hacía tiempo que no sentía, viendo una colección de obras de arte, más me llamó la atención el modelo de exposición en sí y que calificaré, si me lo permiten, de limpio, transparente y humilde…, si por humilde se entiende que los artistas busquen una comunicación de igual a igual con el publico y no obligarle a venir de casa leído y, a ser posible, con un par de tomos de Walter Benjamín bajo el brazo, y si por humilde se entiende la convivencia de artistas consagrados con otros que andan aún llegando y me van a perdonar que no cite los nombres, y si por humilde se entiende el reconocimiento del maestro que fue modelo del artista humilde. Transparente también porque así parece un lenguaje plástico que ha sabido huir del argot segregador y estulto de una casta de fatuos elegidos, y es sólo un instrumento para entenderse y para contar cosas como las cuenta el arte, con la limpieza además que necesita el arte, sin trucos de circo y de chamarileros; sólo tiempo, espacio, luz, color y cosas para contar; arte, sólo arte, qué gusto.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Jardín japonés


HUBO un tiempo en que soñábamos con jardines japoneses mientras memorizábamos aquellos nombres de exóticas resonancias y de bellezas lejanas; Kamakura, Muromachi, Momoyama... que Miguel Ángel Revilla, profesor de prácticas de artes decorativas en la Facultad de Letras, manejaba con la serenidad del loto y con la familiaridad del que ha pasado su vida tomando te sobre una mesa de verde celadón entre Tokio y Kanawaga, ¿la ciudad de la ola, recuerdan? Aprendimos, algunos, que la realidad de los jardines japoneses se contempla desde el alma o desde el pensamiento para los más agnósticos, y que suelen ser de arena y piedra y silenciosos o, como mucho, alterados por el rumor del agua o de la brisa entre el bambú, para buscar un precario equilibrio en el espíritu, en el pensamiento íntimo del que lo contempla, del que lo recrea, del que lo medita hacia dentro a través de un duro ejercicio de adiestramiento Zen o con la serenidad del que ha llegado al final del deseo y ha vuelto. Sin alguien que lo piense, aprendimos, el jardín japonés no es nada más un anodino repertorio de arena y piedra, una foto hueca en un decorativo almanaque. 

Por eso a muchos, nos resultó muy sorprendente que, después de mucho tiempo, el Ayuntamiento de Granada y sus afines ideológicos o culturales orquestaran una campaña de desprestigio del equipo que construyó el parque del Cuarto Real de Santo Domingo, acusándolos de que habían construido un "jardín japonés" y que eso no pegaba en Granada. 

A pesar de que el jardín lo era de láminas de agua como las de la Alhambra, de plantas aromáticas como las del Mediterráneo, de olivos como los de la campiña y de acacias de Constantinopla, todo, como ustedes podrán comprobar, muy japonés. Aunque eso sí, en lugar de empedrados granadinos, había plataformas de madera y alguna pradera de césped, que bien pudieran ser interpretados por los ilustrados munícipes populares como señales inequívocas de japonismo. 

Hace poco, y con la excusa de realizar algunos arreglos, el equipo de gobierno ha amagado una segunda embestida para destruir el jardín convencido aún de que entre aquellos parterres de tomillo y romero se esconde algo perverso, ya saben, ese "arte degenerado" que tan nervioso puso y parece que sigue poniendo a algunos. 

Y ha resultado además que, casi coincidiendo en las fechas del intento, el Patronato de la Alhambra en colaboración con la Casa Encendida de Madrid, ha montado en el palacio de Carlos V una magnífica exposición dedicada al jardín japonés y a uno de sus creadores tras el período Meiji, Mirei Shigemori, y la ha montado atendiendo además al impacto que ese singular fenómeno ha tenido en artistas de oriente y de occidente. Y como estas líneas que escribo tienen su límite, no diré más; si no han ido aún, no se la pierdan. No se lo perdonarían nunca.