Cuando murió saramago publiqué en el Granada Hoy esta columnilla.
Una mancha azul
No sé si fue el destino el que llenó la sombra del naranjo, en medio de la plaza, con un fado, inexplicablemente alegre, y si ayudó la suerte dibujando el sueño, inevitablemente dulce, de una mujer, un violonchelo, una guitarra y un traje azul magenta, pero no creo que fuera un sueño, sino más bien eso que llaman la mera coincidencia del azar con la necesidad de montar el escenario para la ocasión.
Aunque también pudiera ser que algo había oído de un traje rojo y otro chelo sonando en otra plaza más lejana y para otra ocasión y también pudiera ser que, en estas últimas noches, duermo mal. Pero creo que no, que era real y que cantaba con una voz de mar en medio de la plaza y hasta creo que con ella recordé la primera vez que visité Lisboa y otra, algunos años más tarde, en una madrugada memorable de trece de julio, entre amigos y sones de la Marsellesa. –Recuerde caballero, que Portugal es una república-, decía con mal disimulado orgullo el lisboeta.
No sé porque pienso en Tavira, en Mantarrota, en Olhao, en el sereno azul de algas y de arena. Será porque he dormido mal la última noche.
Me suele ocurrir en el solsticio, que suele ser la fecha que escogen los hombres de ojos grandes para subir al cielo que no existe, aunque igual el cielo está poblado de cangrejitos ciegos y cerca del Mirador del Río y no sé por qué recuerdo ahora el verano del 73, en una casa blanca en Arrecife entre ron de Arehucas y sancocho de pescado y pejines secos. Sí, creo que si está, por allí andará el cielo; cerca de donde muere el sol y se guarda la luz entre la arena de la Geria.
No sé por qué se me van escapando los recuerdos mientras el fado sigue llenando las terrazas y los veladores y hace volar la mancha azul de aquel vestido en medio de la plaza.
Serán cosas del tiempo que va dejando huellas y hasta ausencias, aunque haya cosas, gentes, que no se marchan nunca, que siempre se quedan esperando que suene un dulce chelo para volver a llamar a nuestra puerta con una familiar sonrisa y esas gafotas de pasta gigantescas para verlo todo y dudar de todo salvo del amor y de la risa.
No, el viejo agnóstico y sagaz no es de los que dejan la habitación y salen sin cerrar la puerta ni echan a andar hacia el silencio con la mirada baja.
No, él es de lo que siempre están y ríen.