Lluvia
LA lluvia, en contra de lo que muchos piensan, no es sólo un fenómeno meteorológico que tiene que ver con la física de la atmósfera o con la estructura molecular de las masas de aire, es, además y sobre todo, un estado del alma, aunque no se trate en este caso del alma humana que, como dios y por mucho que la invoquemos, aún está por demostrar que exista, sino del alma de los pueblos que esa sí que es real y se construye con un precario equilibrio de átomos de memoria y de futuro. Cuando alguno se altera, y la memoria se convierte en olvido o el futuro se transforma en desesperación o desaliento, se satura el alma de tristeza y llueven lágrimas de vergüenza o de dolor o de rabia, según el día, y puede seguir lloviendo hasta que el alma o sus moléculas recuperen su equilibrio en una proporción estable; memoria y futuro aquí, hidrógeno y oxigeno allí. Muchos no lo saben, pero aniones y cationes tienen mucho que ver con el alma de los pueblos y con la lluvia.
En Granada y en España entera, sea por un pasado mil veces renegado, confundido y manipulado o por un futuro cada día más incierto y negro, no para de llover.
Y es verdad que hay muchos que opinan que la lluvia, sea en otoño o en abril, es una bendición del cielo, que da vida a la tierra, que asegura las cosechas y que alimenta el ciclo de la vida, y seguro que es verdad y tienen razón. Pero quizás sirva esa verdad y esa razón para la otra lluvia, la del campo y la del trigo, la de las cosas que se pesan o que se cuentan y van llenando las celdillas de las bases de datos de los agrimensores, pero no para la que se mide en las ensoñaciones cardinales que bareman el alma de los pueblos que, con esa lluvia, va encogiéndose y envolviéndose en un manto sucio y gris y miserable.
Muchos también medran entre la lluvia que va calando las piedras y los muros y los cuerpos mojados de los pobres habitantes de este pueblo, mientras elevan preces en silencio a sus santos para que no pare la lluvia que multiplica la ganancia de sus negocios miserables. Otros, desde sus púlpitos, alientan a torpes fanáticos para que busquen culpables con algunas marcas en su frente con los que encender alguna hoguera para que el humo tape sus vergüenzas.
Granada y España, desde hace tiempo, están grises, y por las tapias blancas o por los patios de almagre y añil, se va extendiendo un verdín resbaladizo y sucio que envuelve la tierra con una tristeza húmeda y fría y no parece que esté por escampar.
En Granada y en España entera, sea por un pasado mil veces renegado, confundido y manipulado o por un futuro cada día más incierto y negro, no para de llover.
Y es verdad que hay muchos que opinan que la lluvia, sea en otoño o en abril, es una bendición del cielo, que da vida a la tierra, que asegura las cosechas y que alimenta el ciclo de la vida, y seguro que es verdad y tienen razón. Pero quizás sirva esa verdad y esa razón para la otra lluvia, la del campo y la del trigo, la de las cosas que se pesan o que se cuentan y van llenando las celdillas de las bases de datos de los agrimensores, pero no para la que se mide en las ensoñaciones cardinales que bareman el alma de los pueblos que, con esa lluvia, va encogiéndose y envolviéndose en un manto sucio y gris y miserable.
Muchos también medran entre la lluvia que va calando las piedras y los muros y los cuerpos mojados de los pobres habitantes de este pueblo, mientras elevan preces en silencio a sus santos para que no pare la lluvia que multiplica la ganancia de sus negocios miserables. Otros, desde sus púlpitos, alientan a torpes fanáticos para que busquen culpables con algunas marcas en su frente con los que encender alguna hoguera para que el humo tape sus vergüenzas.
Granada y España, desde hace tiempo, están grises, y por las tapias blancas o por los patios de almagre y añil, se va extendiendo un verdín resbaladizo y sucio que envuelve la tierra con una tristeza húmeda y fría y no parece que esté por escampar.
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