miércoles, 5 de octubre de 2011

PALABRAS EN LA ARENA

Palabras en la arena

Juan Cañavate | Actualizado 06.10.2011 - 01:00
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AMiguelito el marinero le tentaba la idea de dejarse arrastrar por una nostalgia de habanera con suave vaivén incluido y escribir sobre el aire o la luna o contar la historia del niño, en la vieja colonia de ultramar, que dibujaba con la pluma de una gaviota hermosas palabras en la arena.

Recordaba el marinero que el niño jugaba a pintar con nerviosos trazos, sueños de libertad sobre la arena, palabras prohibidas en aquellos malos tiempos y que luego esperaba, ansioso y asustado, a que las olas las borrasen. Ahí, en ese sólo instante entre ola y ola en que el grito quedaba expuesto para agitación y propaganda exclusiva de medusas y gaviotas, sentía el niño la emoción del compromiso, de la rebeldía, de la provocación al poder oscuro y negro que emponzoñaba España en aquellos malos tiempos para las palabras, aunque fueran, en lugar de muros, las arenas de una playa desierta donde se escribiesen.

Y así andaba Miguelito entre dudas y tentaciones, no por nada en especial, sino más bien por el cansancio de la miseria cotidiana con que se despachaba la política en estos otros tiempos y que empezaba a aburrirle y a arrastrarle al abandono. Porque, aún sin caer en la trampa de creer que lo mismo son churras y merinas, que de sobra sabía él quién era y qué traía la derecha vocinglera y ramplona que venía a salvar a España otra vez, tampoco le parecía cabal ni de recibo la poca cal y la mucha arena que la izquierda le había echado a la mezcla en los últimos años. A más, si uno pensaba en lo que tendría que soportar la obra con lo que caía y lo que quedaba por caer y que, si era verdad que estos se preocupaban algo más por algunas cosas necesarias para la gente humilde y que los que estaban por venir sólo pensaban en entrar a saco, también era más que verdad que a los banqueros, ninguno le chistaba; ni estos ni aquellos, fueran flamencos, genoveses o lo que fueran los banqueros.

Total, que el marinero acariciaba el sueño de una barca con su vela y su palo mayor y su orza arañando el agua y hasta un aparejo nuevo para dar de comer a las lubinas aunque, cada vez que volvía a recordar al niño y el gesto responsable con el que escribía aquellas lejanas palabras, pensaba que en aquel juego de efímeros discursos, se habían firmado pactos sagrados con las olas o con las gaviotas o con las medusas y que quién era él, un humilde marinero, para romper el trato.

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