Confuso
CONFIESO que estoy confuso, comentó en voz alta el cliente de la cafetería mientras se enfrentaba con estudiada displicencia al café con leche y a la media de aceite en el taburete de la barra del bar. Confuso, repitió, y que sepáis que no es la primera vez; siempre me pasa, dijo elevando ligeramente la voz para buscar audiencia, mientras acompasaba el ritmo de su discurso a los cortos sorbos del café con leche y al pasar lento de las hojas del periódico, indiferente, casi, al resto de la parroquia que esperaba, si no el final de su discurso, sí al menos que acabara con la prensa que era de la casa y de consumo gratuito.
No me confunden los gobiernos, siguió, mientras humedecía el dedo con la lengua para pasar las páginas, que esos no confunden a nadie y todo el mundo sabe lo que ocultan cada vez que hablan o cada vez que callan, pero los partidos, continuó, detrás de una pausa que aprovechó para alisar la hoja de las esquelas pasando sobre ella la palma de la mano abierta, esos sí que son confusos y turbios y más que turbios, oscuros como un cónclave de rituales secretos bajo pena de excomunión.
Y no será porque no los conozco, que ya por los setenta militaba yo en un partido de orientación pro china del que no recuerdo el nombre, confesó, complacido del efecto que su pasado heroico pudiese causar en la estudiante de la mesa de la esquina, que lo miraba expectante. Sobre todo por si acababa con el periódico.
Y como creyera descubrir interés en la mirada de la joven nínfula, bajó la voz a un tono adecuado para compartir un secreto apenas desvelado: y es que ya por dentro cuesta distinguir a unos de otros y aunque hablen de transparencia y de esas cosas, no les gusta que nadie sepa lo que van cociendo en sus fogones, ni que se entere nadie de sus ingredientes y que nadie diga nada si les sale mal el guiso, que son de aguantar poco los peros y los contras, no sea que alguien les diga que suelten las sartenes y es que los partidos, todos, incluso los que en otro tiempo fueron nuestra esperanza, esos que se llamaron de izquierdas, no terminan de enterarse de su soledad. Y eso que el gobierno se lo pone a huevo y ni por esas y que ni dios abre el pico para decir eso que tanto nos gustaría oir: compadre, remata la faena y vámonos que en esta plaza no salimos por la puerta grande.
Esa es la verdad, concluyó y, mientras concluía, pensó que más que confusión, era decepción lo que iba arrastrando por las barras de los bares buscando cada mañana, frente al café con leche, cómplices de su desaliento, mientras empezaba a releer el periódico desde el final hacia el principio.
No me confunden los gobiernos, siguió, mientras humedecía el dedo con la lengua para pasar las páginas, que esos no confunden a nadie y todo el mundo sabe lo que ocultan cada vez que hablan o cada vez que callan, pero los partidos, continuó, detrás de una pausa que aprovechó para alisar la hoja de las esquelas pasando sobre ella la palma de la mano abierta, esos sí que son confusos y turbios y más que turbios, oscuros como un cónclave de rituales secretos bajo pena de excomunión.
Y no será porque no los conozco, que ya por los setenta militaba yo en un partido de orientación pro china del que no recuerdo el nombre, confesó, complacido del efecto que su pasado heroico pudiese causar en la estudiante de la mesa de la esquina, que lo miraba expectante. Sobre todo por si acababa con el periódico.
Y como creyera descubrir interés en la mirada de la joven nínfula, bajó la voz a un tono adecuado para compartir un secreto apenas desvelado: y es que ya por dentro cuesta distinguir a unos de otros y aunque hablen de transparencia y de esas cosas, no les gusta que nadie sepa lo que van cociendo en sus fogones, ni que se entere nadie de sus ingredientes y que nadie diga nada si les sale mal el guiso, que son de aguantar poco los peros y los contras, no sea que alguien les diga que suelten las sartenes y es que los partidos, todos, incluso los que en otro tiempo fueron nuestra esperanza, esos que se llamaron de izquierdas, no terminan de enterarse de su soledad. Y eso que el gobierno se lo pone a huevo y ni por esas y que ni dios abre el pico para decir eso que tanto nos gustaría oir: compadre, remata la faena y vámonos que en esta plaza no salimos por la puerta grande.
Esa es la verdad, concluyó y, mientras concluía, pensó que más que confusión, era decepción lo que iba arrastrando por las barras de los bares buscando cada mañana, frente al café con leche, cómplices de su desaliento, mientras empezaba a releer el periódico desde el final hacia el principio.
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