Andalucía I
A pesar del encomiable esfuerzo de cargos decretados o electos o, incluso, esa rara especie de incierto origen que son los miembros del Sacro Colegio de Delegados y Delegadas Provinciales, entregando banderas, medallas y nombramientos de hijos dilectos o predilectos, la verdad es que el 28-F no ha terminado de llegar a ese punto de popularidad que uno quisiera para celebrar el día de nuestra comunidad y por no llegar, ni siquiera está en la lista de fiestas populares que, con tan incomprensible afán, suelen recopilar los folcloristas en nómina. Y es que la fecha en sí, aunque se la tenga en mucha estima, no tiene ni punto de comparación en reconocimiento con otras más ajenas como el 12 de octubre o el 2 de mayo que, como diría un etnólogo cursi, sí que son de ancestral raigambre. También pudiera ser que la cosa no tenga tanto que ver con la fecha, y que sea la misma imagen de Andalucía, la que anda en momentos bajos, tan bajos que hasta en Granada hay ya un partido, entre anecdótico y testimonial pero partido al fin, que aboga directamente por la secesión orientalista frente al centralismo occidental.
Yo, que soy de la generación de los que vivimos con ilusión el nacimiento de la Comunidad Andaluza hace treinta tantos años, no puedo dejar de sentir un pellizco cuando veo el rumbo y la derrota que va llevando la nave que, si es verdad que tuvo desde el principio enemigos natos, también lo es que se ha ido creando otros nuevos con los años. Y es que, de entrada, a Andalucía, con esa pena nació, nunca la soportó la derecha española, fuera castellana o catalana o incluso andaluza si no olvidamos que gentes como Arenas hicieron duras campañas para que esta Comunidad no naciera a la luz del artículo 152 de la Constitución. No, a la derecha le toca las narices Andalucía y disfruta cuando sufre y se regodea en sus malas noticias, pero con esos enemigos familiares ya contábamos y eran conocidos, no como los que después llegaron de la mano de otros en forma de un localismo cerril, ramplón y egoísta que ha acabado por ordenar la vida pública de esta Comunidad y por arrastrar las voluntades de todas y todos los políticos de esta tierra salvo contadas, contadísimas excepciones. Un localismo de acción y de reacción que ha contagiado a los que se debían a Andalucía y no a sus respectivos pueblos, a sus pequeños pueblos, a sus mezquinos pueblos. Un localismo cateto que ha sustituido el respeto y el cariño entre sus gentes o la integración del territorio andaluz por un cúmulo de actos arbitrarios destinado más a dar satisfacción a la clientela local que a las necesidades reales de la sociedad andaluza. De cada uno de esos actos han ido naciendo los agravios, los rencores, las distancias y se ha ido desgarrando poco a poco el alma de esta tierra grande, solidaria y hermosa.