LA COLUMNA
JUAN CAÑAVATE | ACTUALIZADO 13.02.2015 - 01:00
Llaves inglesas
EL célebre autor norteamericano de novela negra Dashiell Hammett supo describir la resuelta capacidad de resistencia contra el sistema de uno de sus personajes en una frase adecuada al Chicago de la época. "No quería cambiar el mundo, sólo meter una llave inglesa en los engranajes del sistema" y la verdad es que, viendo cómo se van desarrollando los acontecimientos en estos últimos días, empiezo a tener la sensación de que todo el mundo se ha puesto de acuerdo en emular al destructivo mecánico para ir metiendo llaves inglesas en cualquier máquina de las que, más o menos, han venido funcionando en estos años, en estos largos años a los que ha ido dando forma, queramos o no, eso a lo que se suele llamar la Transición.
Allá por el año 73, un enviado malagueño de Alfonso Guerra, a la sazón y en el momento, omnipotente secretario de organización del PSOE, desmontó, guillotina en mano, la estructura del partido en la provincia de Granada por un quítame allá esas pajas en lo que a ordeno y mando se trataba y, tras el duro ejercicio de disciplina revolucionaria, tan de la época, hubo de pasar más de un año, en plena clandestinidad, para que el partido volviese a tener trece o catorce militantes de los que hoy, la verdad, quedan pocos. Esa historia, lógicamente, no la recuerdan más que los pocos supervivientes de aquel pequeño grupo que también recuerdan que, con el tiempo y con las nuevas formas más abiertas y democráticas que vinieron con la crisis del régimen y la llegada de las libertades, aquellas costumbres un poco caníbales de guillotinar oponentes pasaron al olvido.
Por eso, porque la Transición enseñó que se podían hacer las cosas con relativa elegancia y sin dejarlo todo perdido, la decisión de Pedro Sánchez de desmantelar la dirección del PSOE de la Comunidad de Madrid y cobrarse la cabeza de Tomás Gómez sin causa aparente que lo justifique, salvo algunas poco convincentes excusas, sabe y huele, no a batalla política, sino a llave inglesa en medio de una máquina que venía funcionando, con algunos achaques, pero funcionando. Y suena, además, a algo que está más allá de la simple eliminación de un enemigo político, tan más allá como recuperar las viejas formas expeditivas de la clandestinidad como modelo de funcionamiento en un partido que no está muy acostumbrado a tanta sangre. Quizás tenga que ver la cosa con un liderazgo que se tambalea y que quiere afirmarse con gestos que, sobre todo, buscan demostrar la ejemplaridad del castigo a la disidencia y la pródiga actitud con los bien mandados, una especie que ha proliferado más de la cuenta en la vida política de los últimos años.
Es posible, aunque lo dudo, que la jugada le salga bien al candidato. Más le vale, porque si no, la venganza será fina.
Allá por el año 73, un enviado malagueño de Alfonso Guerra, a la sazón y en el momento, omnipotente secretario de organización del PSOE, desmontó, guillotina en mano, la estructura del partido en la provincia de Granada por un quítame allá esas pajas en lo que a ordeno y mando se trataba y, tras el duro ejercicio de disciplina revolucionaria, tan de la época, hubo de pasar más de un año, en plena clandestinidad, para que el partido volviese a tener trece o catorce militantes de los que hoy, la verdad, quedan pocos. Esa historia, lógicamente, no la recuerdan más que los pocos supervivientes de aquel pequeño grupo que también recuerdan que, con el tiempo y con las nuevas formas más abiertas y democráticas que vinieron con la crisis del régimen y la llegada de las libertades, aquellas costumbres un poco caníbales de guillotinar oponentes pasaron al olvido.
Por eso, porque la Transición enseñó que se podían hacer las cosas con relativa elegancia y sin dejarlo todo perdido, la decisión de Pedro Sánchez de desmantelar la dirección del PSOE de la Comunidad de Madrid y cobrarse la cabeza de Tomás Gómez sin causa aparente que lo justifique, salvo algunas poco convincentes excusas, sabe y huele, no a batalla política, sino a llave inglesa en medio de una máquina que venía funcionando, con algunos achaques, pero funcionando. Y suena, además, a algo que está más allá de la simple eliminación de un enemigo político, tan más allá como recuperar las viejas formas expeditivas de la clandestinidad como modelo de funcionamiento en un partido que no está muy acostumbrado a tanta sangre. Quizás tenga que ver la cosa con un liderazgo que se tambalea y que quiere afirmarse con gestos que, sobre todo, buscan demostrar la ejemplaridad del castigo a la disidencia y la pródiga actitud con los bien mandados, una especie que ha proliferado más de la cuenta en la vida política de los últimos años.
Es posible, aunque lo dudo, que la jugada le salga bien al candidato. Más le vale, porque si no, la venganza será fina.
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