viernes, 25 de abril de 2014

Campos de Níjar


Campos de Níjar


CUANDO leí Campos de Níjar, allá por los setenta, me quedó en la memoria y hasta en el paladar una confusa sensación amarga, como si aquella novelilla guardara entre sus páginas un sutil hedor apenas disimulado en el perfume al uso de la pretenciosa gauche divine que, por aquel entonces y casi siempre, solía sonreír autosuficiente y distante, tras los vidrios de unas gafas de sol o del vaso de un gin tonic que, para el caso, venía a ser lo mismo. Más o menos, lo contrario de lo que destilaba Brenan en sus historias de las Alpujarras por aquellos mismos años o, incluso de lo que aún se huele en la tierna historia de Entre limones de Chris Stewart. Y es que Goytisolo miraba hacia el sur, sin perdón y con una especie de rencor inconfesable por compartir patria con aquel duro paisanaje y con aquellos áridos paisajes que tan bien conocía yo por aquellos años. Por eso no me gustaba Goytisolo cuando leía Campos de Níjar, allá por setenta, mientras atravesaba una y otra vez, las salinas de Roquetas, las playas de Aguadulce o de Rodalquilar o las calles de Mojácar… mientras iba y venía desde Granada hasta Almería, por esa costa intensa y hermosa para coger el Ferry, camino de mi casa, y ya empezaba a doler, con una incierta melancolía del futuro, la mirada altiva con que nos contemplaban los que siempre vieron en nosotros la marca de Caín.

Y no creo que fuera por Goytisolo pero, con el tiempo, aquellos campos de Níjar se pusieron de moda y desde Madrid, empezaron a bajar a las playas exóticas y desiertas de Almería ojeadores ávidos de aventura en busca de la presa y ya, con más tiempo, comenzaron a comprar algún cortijo, alguna casa en medio de aquellas calas de aguas tranquilas y transparentes a salvo del levante y a salvo de la insoportable muchedumbre de Benidorm que ya poco remedio tenía. Y rompiendo el secreto que tan bien guardaba el paraíso, se lo contaron entre ellos tantas veces que se acabaron las casas por comprar y subieron los precios hasta que los vecinos vendieron las que fueron de sus padres a esos nuevos colonos que ya venían todos los veranos y hasta los puentes largos. Y casi sin darse cuenta, los pueblos se hicieron masas vociferantes en verano y se fueron vaciando el resto del año y fueron cerrando los supermercados y las ferreterías y hasta la farmacia de Aguamarga cerró un día que descubrió que ya no había nadie en invierno que pudiese comprar una aspirina, sólo madrileños en verano, que no suele ser tiempo de aspirinas. Y hasta los dueños de los bares que un día soñaron con el turismo para hacerse ricos, abren ahora tres o cuatro meses al año y el resto descansan y meditan sobre este cuento que es todo, menos ficción.


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