LAS ciudades sin arte sobreviven en un verano eterno; duermen en el calor de agosto y se encierran en la penumbra tras las celosías, arrastrando, aun sin querer, una dudosa reputación de tedio, racanería y maledicencia que solo combaten con una enfermiza melancolía. Por eso a las ciudades les viene bien el arte y llenar sus calles y sus gentes de historias de lienzo o de papel de las que cuentan los artistas. Historias que, como los primeros fríos, limpian el sudor pegajoso de las plazas calladas y despiertan de nuevo los matices vivos del color de otoño que no son más que recuerdos de otros otoños, hasta que caemos en la cuenta de que no fue sino en uno o en muchos cuadros, donde alguien fue pintando cada una de las estaciones de nuestra memoria. Y descubrimos de pronto que hay cielos porque los pintó Tiziano o bosques porque los soñó Geinsborough o paisajes de tormenta porque a Turner se le ocurrió que debía haberlos. Como sabemos que existen los azules porque Ives Klein pintó de azul una esfera a la que llamó tierra o los rojos vibrantes porque Van Gogh dejó caer un cobertor sobre la cama en su habitación de Arlés. Decir que el arte reinventa la realidad es un lugar común, pero se queda corto; el arte crea la realidad, aunque los críticos de arte tuvieron que llegar al expresionismo abstracto para darse cuenta de algo que los artistas, como Munch, llevaban tiempo gritando desde la soledad de un lienzo.
Por eso me gustan tanto los expresionistas, porque son como ejemplos ilustrados en una clase de teoría del arte en la que se ha llegado al último capítulo del primer tomo y, por eso me gustan tanto los expresionistas abstractos como Rothko y Motherwell y Pollock y Guerrero, el granadino del club de la Betty Parson Gallery de Nueva York que encandilaba a los críticos de la gran manzana con su manejo del color y que hace unos días inauguraba una exposición con el gris oficial que la trementina de lo cotidiano diluye en apenas unos días devolviéndole su luz original.
Y es que en un cuadro puede haber muchas cosas; flores, pájaros, batallas y hasta señoras desnudas, puede haber también formas inconcretas, sin referencias a nada, y hasta puntos y líneas sobre un plano, pero sobre todo hay color que es lo que le da la vida. Sin color no hay vida y por eso Picasso pinto el Guernika, un cuadro de muerte, sin color, y esta historia no me la he inventado yo.
Y hablando de color, hace unos días, en la sala Zaida, inauguró una exposición un artista, Pedro Garciarias, que lleva regalándonos sus obras desde hace ya bastantes años en Granada. Tantos como para dedicar este trabajo a una de las primeras galerías de la ciudad comprometidas con el arte contemporáneo, allá por el final de los setenta; Laguada y a su director, ya fallecido, Frasco Morales. Galería en la que por cierto, siendo estudiante, tuve el inmenso y emocionante placer, de conocer a José Guerrero hace ya bastantes años.
Y quizás porque de vez en cuando conviene hacer memoria, Garciarias ha colgado una colección, inspirada en otra que allí colgó por los ochenta, y que recrea el paisaje de la Alpujarra como una especie de excusa para hacer un recorrido vital a través del lenguaje del color. Viaja, reflexivo y sistemático, desde unos tonos llenos de fuerza expresiva, vibrantes y sonoros, casi gritos de color, hasta un discurso tranquilo y sereno, casi Zen, de frases cromáticas, casi arpegios, seductoras y convincentes. Recorre paisajes que nacen en la más auténtica tradición abstracta, pero que no se ha detenido en la complacencia ensimismada de un informalismo que hoy no tendría ningún sentido y, al contrario de otros que bebieron en las mismas fuentes, ha sacado su mirada a pasear entre colinas, atardeceres, bóvedas marinas, agua y nieve… para aprender que el mundo sigue andando.
Y es que si les he hablado antes del otoño quizás debieran contemplar los colores con los que Garciarias lo ha creado para saber realmente lo que significa y si no les he hablado del amarillo antes, es porque no podría después de contemplar algunos de sus cuadros.
Por eso me gustan tanto los expresionistas, porque son como ejemplos ilustrados en una clase de teoría del arte en la que se ha llegado al último capítulo del primer tomo y, por eso me gustan tanto los expresionistas abstractos como Rothko y Motherwell y Pollock y Guerrero, el granadino del club de la Betty Parson Gallery de Nueva York que encandilaba a los críticos de la gran manzana con su manejo del color y que hace unos días inauguraba una exposición con el gris oficial que la trementina de lo cotidiano diluye en apenas unos días devolviéndole su luz original.
Y es que en un cuadro puede haber muchas cosas; flores, pájaros, batallas y hasta señoras desnudas, puede haber también formas inconcretas, sin referencias a nada, y hasta puntos y líneas sobre un plano, pero sobre todo hay color que es lo que le da la vida. Sin color no hay vida y por eso Picasso pinto el Guernika, un cuadro de muerte, sin color, y esta historia no me la he inventado yo.
Y hablando de color, hace unos días, en la sala Zaida, inauguró una exposición un artista, Pedro Garciarias, que lleva regalándonos sus obras desde hace ya bastantes años en Granada. Tantos como para dedicar este trabajo a una de las primeras galerías de la ciudad comprometidas con el arte contemporáneo, allá por el final de los setenta; Laguada y a su director, ya fallecido, Frasco Morales. Galería en la que por cierto, siendo estudiante, tuve el inmenso y emocionante placer, de conocer a José Guerrero hace ya bastantes años.
Y quizás porque de vez en cuando conviene hacer memoria, Garciarias ha colgado una colección, inspirada en otra que allí colgó por los ochenta, y que recrea el paisaje de la Alpujarra como una especie de excusa para hacer un recorrido vital a través del lenguaje del color. Viaja, reflexivo y sistemático, desde unos tonos llenos de fuerza expresiva, vibrantes y sonoros, casi gritos de color, hasta un discurso tranquilo y sereno, casi Zen, de frases cromáticas, casi arpegios, seductoras y convincentes. Recorre paisajes que nacen en la más auténtica tradición abstracta, pero que no se ha detenido en la complacencia ensimismada de un informalismo que hoy no tendría ningún sentido y, al contrario de otros que bebieron en las mismas fuentes, ha sacado su mirada a pasear entre colinas, atardeceres, bóvedas marinas, agua y nieve… para aprender que el mundo sigue andando.
Y es que si les he hablado antes del otoño quizás debieran contemplar los colores con los que Garciarias lo ha creado para saber realmente lo que significa y si no les he hablado del amarillo antes, es porque no podría después de contemplar algunos de sus cuadros.