NO tenía yo la intención de hacer de esta columnilla una experiencia multimedia y, más que nada, porque difícil se pone descubrir en segunda vuelta lo que no se percibe a simple vista o convertir, por más que fuera mi deseo, palabras en imágenes que no se correspondan con ideas. Por eso y porque parece que está más que demostrado que el arte es inefable y que de lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse, parece un intento vano que yo les intente contar o referir cómo es un cuadro. Así que si el editor de esta columna no lo remedia con una foto al pie, más vale que busquen ustedes en su ordenador o incluso en algún libro de arte, que también los he visto yo en alguna tienda, la imagen de la que les quiero hablar y que me lleva rondando en la cabeza desde el principio de este verano.
Basta con que pongan en ese divino invento que es el google, alguna frase sugerente como "la ola del japonés" y del tirón les saldrá una cosa que algunos llaman "la gran ola de Kanagawa"; una estampa japonesa del periodo Edo, del pintor Katsushika Hokusai y fechada más o menos en 1830. ¿A que ahora sí que les suena?
Bueno, pues situados ya, les diré que a mí me ronda la imagen, con insistencia de samurai, desde que el gran timonel Mariano, cogió la caña del timón, mientras pasaba la mar de picadilla de levante a huracán y, en lugar de buscar puerto, que suele ser lo sensato en estos casos, puso proa a mar abierto que es donde más o menos se encuentra ahora el esforzado capitán y todos con él, sin estrellas que le guíen, sin rumbo y en medio de una galerna de padre y muy señor suyo y al pairo de lo que venga.
La gracia de la ola de Hokusai, si es que la tiene, fue la de captar dos cosas singulares que le dan toda su fuerza expresiva al cuadro, la primera es el tiempo detenido antes de la catástrofe absoluta. La gran ola levanta su gigantesca cresta dominando toda la composición y ahí, en ese punto crítico, se paró el bueno de Hokusai, esperando, en aparente calma, el castañazo final. Más o menos como Rajoy y su gobierno en este otoño. La segunda, la fragilidad de los tres esquifes que bailan impotentes bajo la gran ola y a cuyas bordas se asoman, aterrados, los marineros que esperan el desastre. Quizás sería conveniente mirarlos con detenimiento por si alguno nos resulta familiar o quizás sería conveniente también ir buscando alguien que tenga el título de patrón de barco y tirar al gafe por la borda.
Basta con que pongan en ese divino invento que es el google, alguna frase sugerente como "la ola del japonés" y del tirón les saldrá una cosa que algunos llaman "la gran ola de Kanagawa"; una estampa japonesa del periodo Edo, del pintor Katsushika Hokusai y fechada más o menos en 1830. ¿A que ahora sí que les suena?
Bueno, pues situados ya, les diré que a mí me ronda la imagen, con insistencia de samurai, desde que el gran timonel Mariano, cogió la caña del timón, mientras pasaba la mar de picadilla de levante a huracán y, en lugar de buscar puerto, que suele ser lo sensato en estos casos, puso proa a mar abierto que es donde más o menos se encuentra ahora el esforzado capitán y todos con él, sin estrellas que le guíen, sin rumbo y en medio de una galerna de padre y muy señor suyo y al pairo de lo que venga.
La gracia de la ola de Hokusai, si es que la tiene, fue la de captar dos cosas singulares que le dan toda su fuerza expresiva al cuadro, la primera es el tiempo detenido antes de la catástrofe absoluta. La gran ola levanta su gigantesca cresta dominando toda la composición y ahí, en ese punto crítico, se paró el bueno de Hokusai, esperando, en aparente calma, el castañazo final. Más o menos como Rajoy y su gobierno en este otoño. La segunda, la fragilidad de los tres esquifes que bailan impotentes bajo la gran ola y a cuyas bordas se asoman, aterrados, los marineros que esperan el desastre. Quizás sería conveniente mirarlos con detenimiento por si alguno nos resulta familiar o quizás sería conveniente también ir buscando alguien que tenga el título de patrón de barco y tirar al gafe por la borda.
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