LA COLUMNA
JUAN CAÑAVATE |
Palabras de amor
ANDABA yo brujuleando hace unos días por esos mares del diablo, sin rumbo claro ni casi ganas de tenerlo, más bien, les confieso, dudando entre la desolación y el desconcierto con la que se nos viene encima en Granada, cuando mi amigo Javier Hódar, a esa hora del café de la mañana en la que a uno le pillan aún con los efectos de la pastilla de la alergia, más que sugerirme, me reclamaba, no sin algo de retranca, que me olvidase del triste destino de esta ciudad tan gris y me dedicase, en mis columnas quincenales, a escribir historias de amor en lugar de desamor, que más satisfacciones me darían a mí y a quienes me leyesen, escribir palabras de amor que seguir rumiando la pena que le queda por sufrir a esta ciudad atribulada, que ya hace tiempo perdió el tantico de ternura y de deseo que aún quedaba por sus calles.
Y no sé si fue por la sugerencia o las pastillas o por la primavera misma, que se me empezó de pronto a poner esa cara que a uno se le pone con el amor y con el recuerdo de un tiempo casi dormido, aunque no olvidado, de besos infinitos en rincones escondidos de geografías inconfesables y tan dulces como son dulces los amaneceres de los cuerpos desnudos, rendidos y exhaustos tras las batallas de amor.
Recordé, casi sin quererlo, las sábanas deshechas y los miembros vencidos y hasta el olor, tantas veces amado, del cuerpo más amado y ese sudor de sal tras la batalla y ese sabor a mar de la piel entre las olas de un mar intenso y calmo, después del temporal, que se navega sin más compás ni aguja que la que da el deseo.
Y en esas cosas pensaba mientras huía de las palabras que intentaban dibujar el desaliento en esta ciudad marchita o, igual, olvidarme de ella, como quien olvida pasiones del pasado que más que arrebatar, hastían: que sí, que yo te quiero mucho, pero que tú por aquí y que yo por allí, que ya no puedo más. Y volvía a asaltarme, mientras tanto y casi sin permiso, el sabor de ese pliegue perdido entre los labios tiernos de esa boca tan dulce, de aquellos ojos perdidos en mi ojos, de aquella suave curva de la espalda, de los pechos dormidos, de aquel lenguaje de pieles, de los acertijos y de las travesuras y al fin o, más o menos, al fin de ese viaje, iba pensando en todas esas cosas, mientras miraba el tedioso autobús pasar y a los turistas, aburridos de representar su ominoso papel de figurantes del negocio de la ciudad en ruinas, mientras se abanicaban el sofoco con el triste folleto de la Granada más cañí. Así que sí que sí, que me parece que, al menos esta vez, voy a escribir de amor.