No hay como volver de un viaje. Experimentar la engañosa sensación de la desconexión, para encontrar de nuevo a la ciudad en toda su realidad, en toda su dimensión.
El debate en Granada viene a ser, cómo no, otra estatua, otro intento, posiblemente, sin duda con éxito, de hacer la ciudad un poco más chica, un poco más cateta, un poco más miserable y provinciana en esa obsesión que acompaña a unos y a otros porque las calles y las plazas de esta ciudad, en otro tiempo, hermosa, se parezca cada vez al saloncito de su casa. Cada calle como un pasillo umbrío de cortinajes rancios y bodegones viejos, cada plaza, un recibidor de otro mundo y de otro tiempo, con paredes cargadas de platos de cerámica, recuerdo de viajes tristes; al Escorial, a la cruz de los caídos o a la Manga del Mar Menor. Aquella vieja España tan de hoy.
Mientras, el mundo, a muy pocos kilómetros de aquí, tan cerca como Málaga o Sevilla, por no decir Londres o París, avanza rápido alejándose cada vez más de este vetusto pueblo cada día más olvidado.
Qué equivocado estaba Lorca cuando decía que Granada tenía la peor burguesía del mundo. Lo cierto es que Granada no ha visto un burgués si no ha sido porque estuviese de turista por aquí.
En el British hay un pequeño cuadro de Carrington, una pintora del grupo de Blomsbury que se recorrió la Alpujarra con Brenan y sus amigos cuando andaba por Yegen.
El cuadro se titula vista de Sierra Nevada y no es demasiado bueno, la verdad, pero le recuerda a uno que Granada no ha dejado de ser eso, una vista pintoresca para turistas aburridos.